En 38 sedes rurales del departamento apenas hay un estudiante este año. Los campos escurridos por la guerra en las últimas décadas, el abandono del Estado y la reducción de nacimientos explican la inusual imagen de un salón con una profesora y un niño. Esta es la historia de la escuelita de la Ilusión.
Fuente: El Colombiano
En la inmensidad de montañas solitarias, en medio del silencio de la vereda más lejana, la profesora Katherine observa cómo Salomé dibuja el gorro frigio y el cóndor de los Andes en su cuaderno. Están debajo de un enorme laurel en una mesita en la escuela de la Ilusión, en San Carlos, Oriente antioqueño. Es la última clase del día y lo único que se escucha es su conversación. Solo las acompaña una recua de ganado que aprovecha la sombra del árbol y una virgen que está parada en una roca desde los tiempos de la guerra. No hay revoloteo de sillas, ni muchachos que salen venteados del salón, ni el escándalo de un día escolar que termina. Solo están ellas dos.
La de la Ilusión es una de las 38 sedes rurales de Antioquia en las que apenas hay un estudiante este año. No hay más niños en esas lejanías, los campos —al menos en los que caminan la profesora Katherine y Salomé— fueron escurridos por la guerra en los últimos 30 años, pero hay más razones que lo explican: la precariedad laboral del campo, el abandono de un Estado que solo se asoma donde hay votos y la tendencia mundial del envejecimiento de la población, lo que también se percibe en las cordilleras recónditas. Mientras en 2020 se contaban en el departamento 238.000 niños y jóvenes entre los 5 y los 16 años, en 2023 la cifra bajó a 223.000. Todo eso explica que en 1.200 de las 4.300 sedes educativas de Antioquia haya menos de 10 estudiantes este año.
Katherine y Salomé tienen una jornada habitual, clases de 45 minutos, dos descansos de 20 minutos y el ritmo de la escuela más populosa. Katherine es de El Carmen de Viboral y lleva 9 años en la docencia. Trabajaba con primera infancia en las veredas de Rionegro cuando ganó el concurso docente del Departamento y eligió la plaza que había en San Carlos porque no quería alejarse de su casa. No sabía que le iba a dar clases a una sola niña, una semana antes se presentó y le dieron la noticia.
La Ilusión es un suspiro y también una de las 70 veredas de San Carlos, pertenece al corregimiento del Jordán, recordado por las masacres y desplazamientos en los tiempos de la guerra. Los campos y hasta las escuelas fueron sembrados con minas antipersona, por lo que San Carlos registra el número más alto de víctimas en el país con estos artefactos prohibidos. Como dice su gente, en San Carlos se vivió la guerra total, tanto así que más del 70% de su población huyó, dejó la ropa, las gallinas, la tierra y se fue a ninguna parte para sobrevivir.
A la escuela se llega por una trocha abandonada que es más un camino de mulas. Solo entran motos, está tan mala la carretera que en ciertos puntos se va más rápido a pie. Los poquitos que quedan en la vereda arman convites cada tanto para hacer desagües y tapar huecos, pero se quedan cortos; es como apagar un incendio con pañitos húmedos. No se ve un alma en el recorrido, ni a la ida, ni al regreso, es que aunque las balaceras pararon, pocos volvieron. A Katherine le toca levantarse antes de las cuatro de la mañana porque se demora una hora desde el Jordán y debe llegar temprano para abrir la escuela.
— Lo más difícil es este calor tan tremendo y la vía, todos los días es un desafío coger la moto y enfrentarse a este camino de herradura, ya me caí una vez. Tengo miedo cuando empiece el invierno, me tocará llegar al alto y entrar caminando—.
—¿Y cómo es darle clases a una sola estudiante?
— No es usual, en los cañones más lejanos de San Francisco o San Luis hay 10, 12 niños. La profesora que tiene más poquitos tiene cinco. También es complejo para Salomé por no tener compinches de su edad, pero tenemos muchos proyectos, mi rol no es solo acompañar a Salomé, sino jalonar a la comunidad.
Katherine quiere aprovechar su estancia para darle color a la escuela, recuperar los jardines que están resecos y devolverle la vida al lugar donde también se reúne la junta de acción comunal. Como si no fuera suficiente el reto, está en periodo de prueba hasta noviembre. No hay tregua ni viviendo en la Ilusión.
El desengaño y la ilusión
Harold y Cristina son los papás de Salomé. Viven de la tierra en Portugal, otra vereda de San Carlos, donde tienen vacas, cerdos y cultivos. Portugal queda a una hora de la Ilusión en moto por una carretera tan maltrecha como la otra. Vivir por acá es un acto de fe. La escuelita se tuvo que cerrar y por eso llevaron a Salomé a la casa de su tía en la Ilusión para que pudiera continuar sus estudios. Harold recuerda bien que fue en 2004 cuando mataron al campesino José Manolo Cuervo y todos salieron despavoridos de Portugal. Podría ser Comala, un pueblo muerto, poblado sólo de voces gastadas, ecos, murmullos, fantasmas y sombras. Nadie regresó en tres años; Harold, sus dos hermanos y su padre entraron primero en el 2007, las casas estaban quemadas, solo había rastrojo. Salían a vender la leche del ordeño y no encontraban a nadie en la carretera, dormían temerosos.
—¿No es más difícil seguir viviendo acá en el campo?
— No podemos irnos al pueblo porque no tenemos nada que hacer allá. Cuidamos las marranas de cría, los animalitos, si nos vamos toca venderlo todo porque es muy difícil bajar a darle vuelta. A mí me tocó dejar el colegio en sexto para ponerme a trabajar y ayudar en la casa. Nos tocó duro, salir a medianoche de huida con mi familia, tirarnos por una huerta y esperar a que escampara, tenía 7 años. Hay que guerrear y bregar a darle estudio a la niña hasta el final— responde Harold.
A Cristina le duele no tener a su niña cerca, dormir lejos de ella desde el domingo hasta el viernes, pero le repite todo el tiempo que la vida está empedrada con sacrificios. Y Salomé guarda el consejo de su madre porque se fue lejos de casa para seguir el colegio y poder ser cuando grande una arquitecta o una repostera famosa. Se levanta a las cinco de la mañana, se baña en el chorro frío, se organiza y su tía Patricia la lleva en Muñeca a la escuela. Nada perturba la escena, solo se escuchan los pasos cansados de la mula en la carretera polvorienta.
—Me sentí aburrida cuando supe que estaba sola. Me siento rara porque estaba enseñada a estar con hartos niños, pero se siente bien. La profe ya es como una compañera. En el descanso salimos a comer la media mañana, jugamos básquet, vóley y nos ponemos los zancos —unos tarros de lata atravesados con cabuyas que sirven de cogederas—.
De pasos difíciles y de capotear soledades sabe Jairo, el presidente de la junta de acción comunal de la Ilusión. Cuenta que 20 años atrás en la escuelita había casi 40 niños y dos profesoras, que hacían reuniones de 30 socios de la junta, que había romerías y misas con los seminaristas, festivales y fandango con 80 personas. Ahora solo quedan 12 familias.
Cuando mataron a José Manolo y el miedo llegó a la Ilusión, la escuelita se cerró 13 años. Los salones fueron invadidos por mineros que buscaban pepitas en los ríos y terminaron convirtiendo la estancia en una pesebrera. Jairo y la junta compraron candados y recuperaron paso a paso la escuela. Hicieron gestiones después para que la plaza de profesor volviera y contra vientos y soledades no dejaron que la Ilusión se quedara sin maestra, sería un contrasentido, porque —dice— una escuela sin profesor no es nada.
— ¿Jairo, no le da mucha nostalgia tanta soledad acá?
— Me acuerdo de una historia. Estaba por allá en el camino, por la ceiba en la tardecitica, y llegaron dos muchachos, me preguntaron que cómo se llamaba esto acá, les dije que la Ilusión y me respondieron que si esta era la ilusión donde buscaban el desengaño. Uno tiene que aceptar todo, saber que es de una comunidad y seguir viviendo en lo que nos dejaron los mayores. Uno se acuerda de los que murieron y tiene que aceptar que va terminar solo.
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