Audio: Arley Humberto Hernández.

«¿Cómo decirles a mis estudiantes que estudiando se sale adelante, si un maestro con años de experiencia terminó manejando taxi por las noches para poder comer?« Con esta frase, cargada de dignidad y desconsuelo, comienza el testimonio de un docente que, como muchos en Colombia, fue expulsado sin contemplación del sistema educativo al llegar los nuevos nombramientos por concurso.
Durante cinco años Arley Humberto Hernández, ejerció como maestro provisional en un colegio del departamento de Cundinamarca. Su vida dio un giro drástico tras un accidente laboral: una caída por las escaleras del plantel le dejó tres hernias en la columna. A pesar de la gravedad de las lesiones, la institucionalidad no tuvo espacio para su caso. El dolor físico fue solo el inicio. El verdadero golpe lo daría el abandono estatal.
“Ya voy para año y medio sin empleo. La columna no me permite estar de pie más de una hora. Con la llegada de los nuevos docentes del concurso, salimos todos los provisionales sin mayor explicación. Solo silencio y olvido”, narra con voz quebrada.
El sindicato al que había estado afiliado desde su ingreso no ofreció más que evasivas. Cada intento de buscar justicia se fue desvaneciendo entre formularios, puertas cerradas y abogados que exigían anticipos que hoy no puede costear, “La respuesta siempre era nada. Solo silencio o evasivas. Me sentí solo”, afirma.
“Soy desempleado, tengo hijos y familia. De noche conduzco un taxi para sobrevivir, porque el tráfico del día me hace doler la pierna. La hernia me aprieta el nervio y a veces no puedo ni caminar. Me siento derrotado, pero no me rindo”, confiesa.

Hoy sobrevive manejando un taxi en las noches, porque el tráfico del día le intensifica el dolor en la pierna, consecuencia directa de la lesión. “Los abogados que he consultado me piden anticipos para actuar, pero ¿de dónde, si estoy desempleado?”, pregunta con impotencia.
Su historia no es un caso aislado. Es un espejo crudo del abandono que enfrentan muchos docentes provisionales cuando su cuerpo ya no resiste, cuando su voz deja de oírse en el aula, pero tampoco tiene eco en las oficinas donde deberían defender sus derechos.
Más allá de las cifras o de los discursos oficiales sobre educación, este testimonio nos recuerda que detrás de cada maestro hay un ser humano. Uno que se formó, que trabajó, que creyó en la promesa de un país justo… y que hoy se pregunta cómo seguir creyendo.
El peso del olvido
En Colombia, los docentes provisionales suelen ser el alma de escuelas rurales o urbanas marginales. Sostienen procesos sin garantías, enseñan con compromiso, pero cuando la formalidad toca la puerta, son desplazados sin siquiera un reconocimiento.
Este maestro no solo perdió su trabajo: perdió su salud, su estabilidad y la esperanza en un sistema que pregona meritocracia, pero castiga la fragilidad. Su historia no es única. Decenas de maestros lesionados por su labor permanecen en el limbo legal, sin pensión, sin subsidio, sin respaldo.
El drama no solo es suyo, sino de un país que sigue diciéndoles a los jóvenes que “el estudio es el camino”, mientras niega a sus propios maestros el derecho a una vida digna cuando caen.
¿Dónde están las instituciones?
Ni el Ministerio de Educación, ni la Secretaría departamental, ni los sindicatos, ni las EPS han asumido responsabilidad real en este caso. El maestro no pide limosna, pide justicia.
“No quiero volver a un salón si no estoy en condiciones. Pero tampoco quiero morir manejando un taxi por una enfermedad que me dejó la escuela. Solo quiero que reconozcan que me lesioné trabajando por el país. Que no me ignoren más”, clama.
Mientras tanto, sigue buscando a quién le escuche, quién defienda su causa, quién le devuelva un mínimo de esperanza.
Este testimonio debe ser una alarma para el magisterio, para los entes de control, para los responsables de las políticas públicas y para toda la sociedad. Porque no se trata solo de un maestro caído, se trata del valor que le damos —o no— a quienes forman las bases del país. Es urgente abrir un debate real sobre la protección laboral, la salud ocupacional y los derechos humanos de quienes enseñan. Urge revisar la figura del provisional, su vulnerabilidad y el abandono sistemático al que están sometidos.
¿Qué respaldo tiene un educador cuando cae? ¿A quién le duele su dolor? ¿Dónde están las instituciones cuando un maestro, roto por dentro y por fuera, toca la puerta?
En un país donde formar a las nuevas generaciones debería ser prioridad, también debemos formar conciencia: cuidar a quienes educan no es un gesto de buena voluntad, es una obligación moral, legal y ética. No puede ser que educar, en Colombia, se pague con precariedad, con dolor, con olvido.